¿Por qué "adaptarse o morir" es cierto en referencia a la Iglesia, pero en el sentido menos habitual o esperado?
Porque —respondamos cuanto antes— es verdad que hay que adaptarse o morir. Pero quien debe adaptarse es el mundo a la Iglesia. Y no la Iglesia al mundo.
Ahora solo falta explicar a qué nos referimos con "la Iglesia" y con "el mundo". Y, si se me apura, con "adaptarse".
Vamos primero a por lo tercero. Adaptarse. Ese verbo proviene de "ad-aptare" y significa tender a unirse con algo para funcionar. Es el proceso de cambio de una cosa para unirse con otra y así llegar a un bien. Solo en la unión perfecta funcionan dos cosas o las dos piezas de algo. Si un pez no se adapta al tipo de agua, muere. Si un hombre vive en un lugar en que escasea el oxígeno, lo mismo. Las cosas son como son. A veces, ese "son como son" incluye un margen, pero eso no cambia el hecho de que son como son. El ser humano habla, pero no hay un idioma humano por antonomasia, por ejemplo.
Hablábamos de si la Iglesia debe adaptarse al mundo o al revés. Y salta a la vista desde el primer momento que, puestos a adaptarse, es el mundo el que debe adaptarse a Dios... y no al revés. ¿Qué tipo de Dios sería el que necesitara al mundo para ser bueno? Estaríamos hablando de un dios y de un Mundo, con las mayúsculas cambiadas.
¿A qué nos referimos con mundo? ¿Qué mundo debe adaptarse a la Iglesia de Dios?
Obviamente, no hablamos aquí de lo físico, de la geografía. Las montañas no tienen por qué adaptarse. (Aunque no es otra cosa lo que hacen cuando ocurre algún milagro. Sobre ellos, en el capítulo "Milagros", da una gran lección C. S. Lewis en su "Dios en el banquillo".)
El mundo es, en el modo cristiano de entender, dos cosas distintas, de las cuales una incluye a la otra.
Es, en sentido amplio, todo lo creado por Él. Eso incluye, como subapartado grandioso, al ser humano y lo creado por él. Así, se dice que el mundo es bueno, porque salió de las manos de Dios, que es bueno. No solo eso, sino que, según el cristianismo, por el mero hecho de existir no solo muestran la gloria de Dios, sino que la dan: esa es su finalidad. Igual que un gol (y permítaseme este burdo ejemplo, que sirve) da gloria a su artífice, o una composición musical a su creador.
En otro sentido, más cerrado, el mundo es todo realidad relacionada con lo humano que se haya apartado de Dios. A veces se le llama realidad mundana. Por eso, un católico quiere estar en el mundo, pero sin ser mundano, sin contaminarse con lo que está lejos de Dios. Más aún, quiere volver a devolver a Dios esas realidades, que fueron creadas buenas. La matemática ha hecho hospitales, pero también pistolas. Las pistolas sirven para iniciar una carrera de atletismo, pero más a menudo para matar a alguien.
En ese preciso sentido, decía san Josemaría, fundador del Opus Dei, en una importante homilía que pretendía exponer esa realidad eclesiástica —el Opus Dei— de modo claro:
Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (Cfr. Gen 1, 7 y ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.Por el contrario, debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Por tanto, bien entendido, el mundo debe entenderse en sentido amplio: devolver a Dios todo lo creado, que para disfrute nuestro lo creó, y "para que lo trabajáramos y guardáramos", como dice en el Génesis. De hecho, la religión consiste en parte en eso. "Religio", de "religare", de volver a ligar a algo o a Alguien: devolver, en cierto sentido. La realidad, para su Creador. Y la criatura, lo mismo, pero con libertad.
Queda decir algo sobre la Iglesia y si tiene algo que ver con Dios.
Alguno pensará el clásico Dios sí, Iglesia no. Precisamente porque se entiende que hay un motivo de inadaptación: la Iglesia es inepta, no se ha adaptado al mundo, a las costumbres de la gente. Debe cambiar. Si lo hiciera, parecen decir algunos, nos haríamos católicos.
Este sería el punto último, y algo peliagudo, para explicar.
En cuanto a Dios, una breve cita del Papa Francisco, no sea que alguie piense que vivimos en el siglo XIII. En efecto, el Papa ha firmado recientemente una Carta apostólica sobre la formación litúrgica del pueblo cristiano. Se llama Desiderio desideravi. Vale la pena leerla.
resulta evidente que el conocimiento del misterio de Cristo, cuestión decisiva para nuestra vida, no consiste en una asimilación mental de una idea, sino en una real implicación existencial con su persona
Ese es —y es mucho decir— el punto de partida del cristianismo. No consiste en unos mandamientos, que los hay. Ni en unos ritos, que también. Consiste en un encuentro con Dios, que ha salido a nuestro encuentro: Dios acampa entre nosotros. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros.
¿Está en Dios el problema de la Iglesia o en sus fieles —todos, no solo los curas y obispos—, que, de algún modo, damos lástima, cuando no metemos la pata a fondo, con crímenes abyectos?
Los errores de la Iglesia son, más bien, errores de sus fieles... por no seguir las indicaciones del Evangelio. Cosa que en el mismo Evangelio ocurre: Jesús ha de corregir el celo desmesurado y anticristiano de sus apósotoles. "No sabéis a qué espíritu pertenecéis", les dice a los hermanos apóstoles Santiago y Juan —no en vano apodados hijos del trueno— cuando proponen que caiga azufre del cielo y consuma a un pueblo que no ha aceptado a Jesús. O al primer Papa, al bueno de San Pedro, que quería evitar la pasión a Jesús, cosa que provocó que le llamara satanás y le pidiera que se apartara de Él, "porque no entiendes las cosas como Dios sino como hombre".
Ejemplo espinoso: un sacerdote abusa de un chico. Lamentable conducta. Criminal. Pero no por católica, sino por todo lo contrario. Lo mismo con todo lo malo, uno a uno. Mis errores son míos, porque soy débil, porque soy mal católico, porque no he entendido bien quién es Dios para mí y para los demás y para el mundo.
Y ahí, en la recta y adecuada imagen de Dios, dentro de lo misterioso e inabarcable, está la importancia de la Iglesia. Se dice que tiene en depósito la fe: la imagen de quién es Dios. Jesús se abajó y se hizo hombre para enseñarnos quién es Dios. Vale la pena pensar aquí mismo en la parábola del hijo pródigo, que bien podría llamarse del Padre misericordioso. En ella, es Jesús, Dios, quien explica cómo es Dios... y cómo somos los hombres. En la autoridad de quien habla está la validez de la imagen de Dios.
Soy algo consciente de que, de cada afirmación aquí sostenida, se podrían escribir —y se han escrito de hecho— libros enteros. Por escribir, hasta en esta web se ha hecho ya aquí.
Concluyamos ahora. Hemos dicho descde el principio que, si no quiere destruirse más, es el hombre quien debe adaptar su vida al ideal que le propone la Iglesia: el del Evangelio. Ideal que es realizable y realizado en los santos, y en los de la puerta de al lado, como le gusta decir al Papa. Ideal que ha cristalizado en muchas obras concretas de mucha gente durante muchos siglos: santos que han llevado a cabo obras de asistencia, salud y educación bien visibles a nuestros ojos. Y otras no visibles, como el consuelo que da al alma una buena confesión, al que bien puede seguir un increíble cambio de vida, como ha ocurrido en muchas ocasiones. Aquí, algunas.
O sea, que nos iría mejor siendo cristianos. Buenos cristianos, arrepentidos cada día y vueltos a levantar.
Eso mismo decía San Agustín desde el siglo IV, defendiendo a la Iglesia en una carta dirigida a Marcelino, presidente de la colación de Cartago. Ahí argumenta en favor del cristianismo, explicando que la doctrina de Jesucristo no solo no es enemiga de la res publica —algo de lo que la acusaban los paganos—, sino que es su mejor aliado, ya que hace a los hombres notablemente mejores:
Por tanto, los que dicen que la doctrina de Cristo es contraria a la república ¡que nos den un ejército tal de soldados tales cuales los exige la doctrina de Cristo! ¡Que nos den gobernantes, maridos, cónyuges, padres, hijos, señores, siervos, reyes, jueces, contribuyentes y exactores del fisco tales cuales los quiere la doctrina cristiana, y atrévanse entonces a decir que es enemiga de la república! ¡Es más, no duden en reconocer que si se la obedeciera, sería de gran salud para la república! […] En este lodazal de pésimas costumbres y de una antigua disciplina ya perdida, hubo de acudir a nuestro socorro la autoridad celeste para persuadirnos la pobreza voluntaria, la continencia, la benevolencia, la justicia, la concordia, la verdadera piedad y el resto de luminosas y vigorosas virtudes vitales, y esto no sólo con el fin de llevar esta vida con suma honestidad, ni tampoco solo para lograr la concordia social de la ciudad terrena, sino también para alcanzar la salvación eterna y la res publicaceleste y divina de la que nos hacen ciudadanos la fe, la esperanza y la caridad, de modo que, mientras peregrinemos lejos de ella, soportemos —si no podemos corregirlos— a aquellos que quieren mantener en pie sobre la impunidad de los vicios una res publica que los primeros romanos fundaron y aumentaron sobre las virtudes. […] Mostró así Dios, en el opulentísimo e ilustre Imperio Romano, cuánto valían las virtudes civiles sin la vera religio, para que se entendiese que, si esta se une a aquéllas, se generan hombres ciudadanos de otra ciudad cuyo rey es la verdad, cuya ley es la caridad y cuya norma es la eternidad» (Epistulae, 138, 15.17).
En vivir así consiste el cristianismo. Y esa era la única cosa necesaria. Por eso decía el doctor de la Iglesia San Juan Damasceno —un hombre de vida santa y escritos especialmente brillantes e instructivos sobre la doctrina católica— en el siglo VIII:
Cristo nos ha dejado para que fuésemos como lámparas; para que nos convirtiéramos en maestros de los demás; para que actuásemos como fermento: para que viviéramos como ángeles entre los hombres, como adultos entre los niños, como espirituales entre gente solamente racional; para que fuésemos semilla; para que produjéramos fruto. No sería necesario abrir la boca, si nuestra vida resplandeciera de esta manera. Sobrarían las palabras, si mostrásemos las obras. No habría un solo pagano, si nosotros fuéramos verdaderamente cristianos.
Adaptarse o morir. En efecto: el mundo debe adaptarse. Y no la Iglesia. Al menos en lo fundamental.
Así pues, conviene que los católicos tengan dos cosas: vida recta con Dios y lo demás, y sentido de misión que les lleve a formarse muy bien para explicar al mundo en qué consiste ser hombre y mujer en pleno siglo XXI. Para no confundir cosas accidentales —si los curas llevan sotana o no— con cosas substanciales, intocables, del depósito de la fe. Casi nada.
Así pues, conviene que los católicos tengan dos cosas: vida recta con Dios y lo demás, y sentido de misión que les lleve a formarse muy bien para explicar al mundo en qué consiste ser hombre y mujer en pleno siglo XXI. Para no confundir cosas accidentales —si los curas llevan sotana o no— con cosas substanciales, intocables, del depósito de la fe. Casi nada.
Comentarios
Publicar un comentario